Todos sabemos que vivimos en un mundo vulnerable, lleno de desigualdades y con una economía que no está comprometida con la sociedad y el planeta. Ante una situación de emergencia climática e injusticia social, la única solución a futuro es la transición hacia una economía de la vida, una economía social y solidaria que ponga a la vida en el centro.
Un mundo mal encaminado, golpeado por la crisis de la covid-19
A finales de 2019 la Unión Europea declaraba la emergencia climática. Se evidenciaba que no habíamos avanzado lo suficiente en la hoja de ruta de los acuerdos de París. A fecha de enero de 2020, ya sabíamos que el salto que nos quedaba por dar era todavía mayor que en 2015. Y teníamos menos tiempo. La pérdida de biodiversidad acelera las consecuencias de este colapso climático y se traduce en una cadena exponencial de efectos medioambientales y sociales.
En este contexto, llegó la pandemia de la covid-19 y nos dimos cuenta, en nuestras carnes, de hasta qué punto nuestra sociedad no era resiliente. Debemos cuestionarnos por qué esta crisis, que es en esencia sanitaria, tiene esas consecuencias económicas tan brutales.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Uno de los factores más evidentes es la desigualdad. Cuando una crisis de esta magnitud llega a una sociedad desigual, la parte más vulnerable se ve mecánicamente más dañada. Esto produce mayor dolor y miseria a la vez que lastra la capacidad de innovación y de generación de soluciones a la propia situación de emergencia climática e injusticia social.
Frente a la desigualdad generalizada e institucionalizada, debemos reaccionar hoy. Desde la ética personal, desde la responsabilidad institucional o desde la búsqueda técnica de una mayor resiliencia, debemos reaccionar y reinventarnos. Se nos presentan dos grandes retos: la reconstrucción de la economía, dañada por ese parón necesario para poder salvar vidas; y en paralelo, la gestión de la urgencia social ante una esperada oleada de gran pobreza.
Economía de la vida, el único camino
La solución a futuro es una economía social y solidaria que aporte los productos y servicios de nuestras vidas cotidianas, a la vez que cuide el ámbito medioambiental y el ámbito social. Esto es lo que llamamos “economía de la vida”, un concepto que escuché por primera vez en un congreso de EDGE Funders integrado como destino de una teoría de cambio llamada “just transition”, una transición justa que pasa de una economía extractiva a otra que sitúa a la vida en el centro.
La economía de la vida considera las distintas dimensiones en la producción de cualquier bien o servicio, cuidando la capacidad regenerativa de los recursos, tanto humanos como materiales. Un modelo que pone en valor a los cuidados, tiene en cuenta el aspecto ecológico y social de todo lo que nos rodea y que aborda soluciones pensando también en el bien común.
El sector empresarial, como agente de cambio, debe incorporar este modelo para responder a la emergencia que estamos viviendo y al deseo de la ciudadanía por vivir en una sociedad más comprometida con las personas y el planeta.
Claves para conseguirlo
Hay tres factores clave para conseguirlo. En primer lugar, la economía más tradicional debe pasar por integrar a sus estructuras profesionales con trayectorias de acción social. Resolver problemas sociales requiere de una teoría de la transformación social y esto es algo complejo. Si una gran empresa quiere incorporar el impacto social, tiene que dotarse de las personas y el conocimiento que le ayuden a hacerlo de manera comprensiva y progresiva.
La cooperación sectorial e intersectorial es otro factor clave para esta transición. Debemos ser capaces de compartir conocimiento, crear fondos compartidos y gestionados de manera transparente, con el objetivo común de impulsar soluciones al servicio de la sociedad. Si conseguimos esta cooperación entre el mundo empresarial y filantrópico, avanzaremos muchísimo. Por eso, desde la Fundación Daniel y Nina Carasso hemos impulsado Fundaciones por el clima, una coalición filantrópica de 45 fundaciones cuyo trabajo nos permitirá intercambiar experiencias y conocimientos para integrar la emergencia climática y la justicia social en proyectos de las respectivas organizaciones. .
La tercera palanca de acción es la inversión de impacto social. Un dato muy significativo y a la vez esperanzador es que los activos de los mercados financieros que han tenido una mayor resiliencia en la crisis de la covid-19 son aquellos que tienen algún criterio social. Esto demuestra que el sector económico está interesado en dar pasos hacia el impacto social. Además, evidencia que los sistemas serán cada vez más exigentes con la medición de ese impacto. A la vez, demuestra que hay soluciones emergentes, sociales y ambientales que son rentables y valoradas por múltiples actores.
Lo importante hoy es velar por lo que definimos en el universo financiero como impacto social. Debemos vincularlo a una causa social a resolver. Dotarlo de un abordaje sistémico, equiparlo de una teoría del cambio aplicado a la cartera de proyectos y dejar de sumar impactos unitarios por iniciativa como si por arte de magia, o de matemática, fueran a combinarse armoniosamente para producir un cambio duradero en los procesos tan orgánicos que son los vinculados con la vida.
Queda trabajo por hacer, pero es incuestionable que el deseo está en la sociedad. Hay personas buscando soluciones para esa transición hacia un mundo más justo, fuerte y resiliente. Las hay en todos los ámbitos, pero es responsabilidad de las administraciones públicas y de las empresas facilitar el cambio. Hay mucho camino por recorrer para pasar a una economía de la vida, pero tenemos el deseo, podemos y es hora de hacerlo.
Escrito por Isabelle Le Galo Flores, Directora para España en Fundación Daniel y Nina Carasso